-No entiendo, señores, qué confusión les ha traído a mi humilde casa- habla Cervantes, pero soy un sencillo hombre de letras. Quizá si hablásemos y descubriésemos el motivo del malentendido…
Luca se da cuenta de su error y observa en la mesa la pistola. Alonso es rápido y se hace con ella antes de que el rufián la recupere. Ahora el control es suyo.
-Huye, perro, o espérame en la calle y sin otra arma que nuestros aceros y sin mediación de terceros zanjaremos esta cuita.
El italiano escupe en señal de desprecio y abandona la estancia y la casa, dando por buena la primera opción. Que de orgullo no se come y a veces, no se vive.
-Gra…gracias, caballero- dice Cervantes, intentando quitarse la venda que le vela los ojos. Alonso se lo impide; ya se conocieron hace unos años y no conviene que el creador le vea idéntico a sí mismo, y volviendo oportunamente a salvar su carrera
-Espere usted unos minutos, don Miguel, y quítese la venda. Y regrese a su pluma; aunque más débil, ya me encargaré yo de la espada.
Don Miguel de Cervantes consiente y Alonso sale escudado en las sombras. Satisfecho, el tercio comprende que ha salvado a un hombre bueno y sabio de una cobarde revancha, pero en poco ha progresado a la hora de desvelar la identidad de Avellaneda.