No está muy lejos la Iglesia de la parada de autobuses. Aún a esta hora permanece abierta, y al entrar, ya con la luz de la noche ganando terreno, un golpe de olor a incienso y el calor de las velas os resultan acogedores. Alonso y Amelia se empapan los dedos en agua bendita y se santiguan, mientras Julián curiosea en busca de un cura o sacristán. No tardáis en encontrar a un ensotanado, mayor, alto, increíblemente delgado, de cabeza reluciente y cejas muy tupidas, que camina hacia el altar leyendo un gastado misal.
-Ave María purisima.- saluda Julián, sin conocer mucho el protocolo para estas situaciones.
-Sin pecado concebida- responde aquel, maquinalmente-. Soy el padre Darío ¿Qué… qué desean?
-Buenas tardes, padre- toma la palabra la líder del grupo-. Hemos recalado en su pueblo de forma inesperada, y pensábamos que quizá usted pueda facilitarnos la dirección de alguien que acoja a viajeros en Palomares.
El sacerdote se golpetea la barbilla con su misal.
-Encarna tiene huéspedes en ocasiones, pero no sé si podrá prepararles un par de habitaciones con tan poco tiempo- recapacita-. Pero no puedo permitir que duerman ustedes en la calle. Mi casa es espaciosa; si no tienen inconveniente en compartir alojamiento con un viejo cura algo maniático serán bien recibidos.
-No podríamos, padre…- se siente incómodo Alonso con la hospitalidad del cura, que quita importancia a la propuesta.
-Callen, callen. Acuérdense del cepillo de la Iglesia cuando vuelvan a su ciudad y déjenme que sea de utilidad a unos buenos cristianos cuando puedo serlo.
Os miráis, pensando si es o no buena idea alojaros junto a este sacerdote.