El padre Dario llega con rostro afectado a la plaza, y sin saber qué hacer más allá de santiguarse, comienza a rezar por el alma de los fallecidos en la catástrofe. Su respuesta ante lo que ha ocurrido te parece irreprochable, poco más puede hacer… salvo quizá echaros una mano y salvar a sus conciudadanos.

-¡Padre Dario!- gritas-. ¡Necesitamos su ayuda!

-Hijos míos- se os acerca-, ¿estáis bien?¿habéis resultado heridos?

Niegas con la cabeza, tranquilizándole, y señalas la bomba.

-Esa bomba ha caído en medio del pueblo y se ha hecho pedazos- observas-. Esas monstruosidades contienen materiales muy peligrosos, pero no conseguidos que la gente nos escuche. Usted es un hombre formado, y respetado por sus convecinos. Ayúdenos, por favor, esas personas corren un gran peligro.

El sacerdote asiente vigorosamente, aterrado pero convencido. Se agarra la sotana y corre hacia los niños y adultos que con su curiosidad se exponen al material más peligroso de la naturaleza.

-¡¿Qué hacéis ahí?!- grita, con el tono impositivo de un severo profesor de catequesis-. ¡¿No veis que es una bomba?!

-Pero, padre, no ha explotado.

-¡Ni padre ni hostias! ¡A vuestras casas todos hasta que la guardia civil, el ejército o San Javier bendito se hayan llevado esa abominación del pueblo.

Juega a vuestro favor el respeto reverencial que la institución eclesiástica tiene en esta España oscura. Los presentes, algunos asustados, otros simplemente sobrecogidos por la severidad del sacerdote, vuelven a sus vidas y ponen unos vitales centenares de metros entre ellos y el material radioactivo. Sigue adelante.