-Torcuato Alcaide Sanromán- lee Julián el documento que extrae de su cartera-. Funcionario del Ministerio… del Ejército. Un burócrata.
-Denos respuestas, Torcuato- le zarandea Alonso-. No quiere conocerme haciendo preguntas.
-So… soy miembro del ministerio- explica, atropelladamente-. Hemos acudido por el accidente de las bombas.
-Rápido actuáis- señala el soldado- si llegáis a Palomares cinco minutos después de que choquen los aviones.
-¿Y cómo sabía lo de las bombas?- inquiere Amelia, astuta-. ¿Por qué no se refiere simplemente al choque de los aviones?
Torcuato comienza a tartamudear ininteligiblemente, sintiéndose descubierto. No le cuesta entender que Alonso no es de los que saben cumplir sus amenazas, y acaba confesando.
-Fui enviado aquí con una misión que me fue ocultada hasta el último momento- canta-. Sólo cuando llegamos a Almería se nos comunicó que iba a producirse un accidente. Unas bombas caerían sobre la zona, y era de vital importancia para el señor vicepresidente recuperar de ellas cuanto fuera posible.
-¿El vicepresidente?- pregunta Julián. Amelia asiente.
-Muñoz Grandes.
-¿Muñoz Grandes?- pregunta Alonso, para quien el nombre no significa nada. Julián recuerda ese nombre.
-Un general que dirigió la División Azul en la Segunda Guerra Mundial. Un pájaro de cuidado.- sintetiza.
Alonso aferra con firmeza el cuello del funcionario.
-¿Y quién os informó de que este accidente iba a producirse?- demanda. El otro intenta hablar, pero apenas suelta un hilo de voz.
-No lo sé, sólo sé que hay un informante… de la máxima confianza.
Continuáis interrogándole, pero sus respuestas son de poca utilidad. Finalmente comprendéis que poco más podéis conseguir y le amordazáis y atáis de pies y manos.
-El tío Raimundo se va a encontrar un nuevo marrano en su pocilga.- escupe Alonso. Os giráis y os encamináis hacia la siguiente bomba, discutiendo del alcance de lo que habéis descubierto.