Palomares es una pequeña localidad al servicio del mar y del campo. Sus habitantes, trabajadores endurecidos, no son conscientes del despertar al turismo que vivirán muchos lugares de esta misma costa en pocos años, y menos aún de cómo ellos quedarán al margen por la catástrofe que está a punto de sobrevenir y que salpicará el nombre de su pueblo para siempre.
Vuestro paseo por la zona os lleva al puerto, en el que las mujeres, hacendosas, reciben las cargadas cestas de pescado que traen sus maridos, y las exponen a clientes y mayoristas. Un grupo de niños corre entre las mercancías, y una bandadas de gaviotas las sobrevuelan, sacando tajada de los restos e inmundicias que se arrojan al mar. El viento trae un frío húmedo y cortante del mar, pero la temperatura invernal no ha disuadido a los pescadores, y las dársenas se encuentran vacías. No todas.
-¿No os resulta extraño ese barco fondeado?- apunta Julián a un barco de buena eslora, definitivamente no destinado a labores pesqueras, y casi lujoso comparado con las embarcaciones que normalmente recalan aquí.
-¿Un yate de turistas?- sugiere Amelia. Alonso no lo cree.
-Sería el único- observa-. Todos los demás tienen un aspecto muy distinto.
-Deberíamos investigar- dice Julián, buscando la aprobación de Amelia-. ¿No es mucha casualidad encontrar un barco así en este puerto, con lo que está a punto de ocurrir?
-Implica mucho riesgo- valora aquella, desconfiada-. Veo a un tripulante en la proa, no será fácil sortearlo.
-Podemos acceder desde el barco que está al lado- hace uso de su habilidad estratégica Alonso. El barco en cuestión es un velero de gran calado, seguramente destinado a pesca de grandes piezas, más allá de la pesca costera que predomina en la región-. Si accedemos al yate desde allí, podremos sortear a ese marino.
-También podemos distraerle- aporta Julián-. Si uno se acerca a hablar con él, otro de nosotros podría subir desde popa y curiosear.