Fingiendo naturalidad, camináis hacia los guardias civiles con la cabeza gacha, como imbuidos en vuestros asuntos. Aguantáis la respiración cuando os cruzáis con ellos. No os acompaña la suerte.

-Alto, caballeros- Amelia frunce el ceño. Este es uno de esos momentos -como tantos, realmente- en que una mujer no es más que una posesión, un adorno-. No parecen ustedes de aquí, ¿qué hacen en Irún?

Irún. Guipuzcoa, el País Vasco. Al menos ya sabéis dónde estáis, ¿sería mucho pedir que los agentes os dijesen el día y el año?

-Vamos, Ramírez- dice el otro guardia civil, con un marcado acento extremeño-. Están caminando por la calle, no han hecho nada.

-Eso de que no han hecho nada que me lo demuestren- se muestra inflexible el otro-. ¿Qué hacen ustedes en Irún?

-Mi marido se dirige a Francia a comprar materiales para nuestro telar en Barcelona. Su secretario nos acompaña.

-Soy soldado y en la última guerra estuve destinado a esta villa. Deseaba mostrar a mis hermanos donde derramé sangre y perdí amigos.

-Soy sanitario y me han contratado en un hospital en una capital vasca. He aprovechado mi traslado para venir con mis primos a Irún a visitar a un pariente.